lunes, 10 de septiembre de 2012

La mujer de los Cullen


                                                              CAPÍTULO  4


Emmet sintió unos dedos helados apretando su corazón. ¿Ya estaba casada? Vio el mismo miedo en el rostro de sus hermanos. Miró su mano, en busca de alianza, pero no había ningún anillo.
Las manos de Jasper estaban paralizadas en sus hombros. Edward apartó la mano, y él alejó la mano de su mejilla. ¿Cómo podía ser prohibida la mujer destinada a ellos?
No, él no aceptaría eso. No podía.
— ¿Quién es él? —murmuró Emmet, celoso.
Su trémula mano voló a la garganta, en un ademán defensivo. El pánico volvió a su rostro, fuera de control.
—Es él, el hombre de quien estás huyendo —dijo Edward, con el rostro frío.
—Es el hombre que metió el miedo en tus ojos —agregó Emmet, volviéndole a levantar la barbilla.
Cerró los ojos y asintió con la cabeza.
El alivio envolvió a Emmet, las manos de Jasper volvieron a moverse. Eso podían manejarlo. Ella se divorciaría del bastardo.
—No volverás con él —dijo simplemente Emmet—. Nunca volverás con él.
—No lo entienden —susurró—. Nunca me dejará ir—. Las lágrimas chispeaban en los ojos de canela.
—Él no tiene elección —determinó Jasper.
—Te hará daño, como me...
Su voz se desvaneció, pero Emmet entendió lo que ella había callado. Te hará daño, como me lo hizo a mí. Nunca sintió tanta rabia como en aquel momento. Temió perder el control.
Continuaba con la mano en la garganta.
—Es un hombre muy poderoso. Te matará. A todos. Asesinar no significa nada para él. No puedo dejar que haga eso.
— ¿Y piensas qué volver con él es la respuesta? —cuestionó Edward, incrédulo.
Negó con la cabeza.
—No. Nunca volveré con él. No por voluntad propia. Pero tampoco puedo quedarme aquí; si estoy en otro lugar, él no podrá herir a ninguno de vosotros.
Una sonrisa surgió en la boca de Emmet. La pequeña mujer estaba intentando protegerlos. Sintió una ola de orgullo. Su pareja probaba ser merecedora del lugar que ocuparía.
—Sé que nos conoces desde hace poco, cariño, pero debes aprender a confiar en tus esposos —dijo Emmet.
Sus ojos se abrieron aún más.
— ¡Pero no son mis esposos! ¿No me están escuchando? ¡Ya estoy casada!
—Un mero detalla técnico —dijo calmo—. Que pretendemos arreglar lo más rápido posible.
Hizo un ademán de frustración.
— ¿No oyeron nada de lo qué dije?
Él sonrió.
—Oímos todo, pero tu preocupación es infundada. Podemos cuidar de nosotros mismos, más que eso, podemos cuidar de ti.
Su mano cayó, en un ademán impotente, que mostró que no sabía qué hacer o que decir. La estaban presionando demasiado, no podían continuar o la perderían.
—Ven a la cocina. Vamos a prepararte el desayuno —dijo Emmet, alternando a un tópico neutral. Seguro.
Vio el alivio en sus ojos, cuando ella asintió.
—Estaré allí en un minuto —contestó con la voz ronca.
Emmet se levantó y pidió a sus hermanos que lo acompañe. Segundos más tarde, Bella estaba sola en el enorme cuarto, los sentidos acelerados por lo que había experimentado.
Ellos la querían. Los tres. Y ella también los quería. Desesperadamente, quería ver en donde los llevaría. Pero había muchos problemas que lo impedían.
Primero, Jacob la encontraría si continuaba allí. Lo sabía, como también sabía que él pasaría por encima de cualquier persona que se interpusiera en su camino.
Segundo, era su deseo de ser amada, protegida, lo que la había llevado a los problemas presentes, y ahora estaba cayendo en el hechizo de tres magníficos vaqueros. Ella había buscado bastante la felicidad en los de su alrededor.
Su esposa. Sacudió la cabeza, incapaz de comprender lo que le habían propuesto. Aunque era tan avanzada la actual sociedad, no imaginaba que era tan moderna como para disculpar a una mujer que viviera con tres hombres.
¿Por qué debía preocuparse por los qué pensaran las otras personas? Ellos no habían pensado en ella cuando se escabulló en medio de la noche, de la casa de Jacob Black. En su noche de bodas.
Cerró los ojos y friccionó la frente. Necesitaba de una aspirina y una bebida caliente. Nada tenía sentido, y no conseguía entender, por más que intentara, la infinidad de emociones que la asaltaban.
—Bella —la llamó Edward, de la puerta.
Miró al hermano menor, inclinado contra el marco de la puerta, estudiándola calladamente.
—El desayuno está listo.
Asintió, sin arriesgarse a hablar. Sin confiar de que no se lanzaría en sus brazos.
Como si estuviera leyendo su mente, caminó relajado en su dirección, y le extendió la mano.
Lentamente, ella la alcanzó y la aceptó, gustándole el calor que se extendió por su brazo, con una velocidad alarmante.
Él la atrajo hasta quedar a su lado. Su mirada se deslizó sobre ella, calentando cada zona por donde pasaba.
—No me besaste —murmuró él.
Sus ojos se abrieron, sorprendidos. No esperaba que dijera algo así.
—Besaste a Jasper y a Emmet, pero no a mí. Si fuera un hombre celoso, podría ofenderme por eso.
Su boca se abrió. ¿Qué quería decir con ello?
— ¿Qué dices sobre rectificar eso? —preguntó con una voz ronca.
Se agachó, con la boca a una pulgada de la de ella. ¿Dulce Jesús, como podría resistirle? Su mano se deslizó por su cara, hacía la nuca. Sus dedos se hundieron en su pelo y la atrajeron para encontrar su boca.
Suspiró contra aquellos labios y se derritió al entrar en contacto con su pecho. El beso era lento, caliente y completo. No exigente como el de Emmet, ni gentil como el de Jasper. Caliente. Era la única palabra que le venía para describirlo.
Sus pezones se endurecieron contra su pecho; y sus tetas se hincharon y pulsaban de deseo. Un dolor se construyó entre sus piernas, y sintió una repentina humedad. Unió las piernas, intentando aligerar el fuego, pero solo creció. Sus grandes manos recorrieron su espalda y acariciaron su trasero empujándola contra su verga. Su polla dura, grande, hinchada dentro de los vaqueros, empujaba contra su pelvis.
— ¿Puedes sentir cuanto te deseo? —susurró.
No esperó su respuesta. En vez de eso, volvió a besarla, voraz, y esparció una lluvia de besos desde la oreja hasta el cuello.
Se arqueó y gimió cuando los dientes pellizcaron la delicada curva del hombro. Una mano continuaba sobre su culo, la otra viajó por su barriga y bajo el suéter, hasta alcanzar un pecho.
Se le cortó el aliento, y cuando él empezó a acariciar un pezón, corrientes de placer irradiaban del pecho en todas las direcciones. Su coño latió en respuesta. Su clítoris le dolió, excitado.
Se movió entre sus brazos. Estaba cerca de algo maravilloso. Él le quitó la camisa y bajó la cabeza. Ella apretó los dientes en anticipación. Su respiración caliente acarició el pezón, lo frunció, lo apretó dolorosamente, pero él no lo tomó en la boca.
—Por favor —jadeó ella.
— ¿Por favor, qué? Dime lo qué quieres, Bella.
—Tu boca. Quiero tu boca. Allí.
— ¿Aquí? —Preguntó, besando la suave curva de su seno—. ¿O aquí? —besó la parte de arriba del pezón.
Perdiendo la paciencia con su broma, agarró su cabeza y la dirigió al pezón.
—Oh, quieres decir aquí —él se rió y chupó el pezón y su cuerpo estalló por el placer que sentía.
— ¡Oh, Dios mío!
Lo agarró firmemente, exigiendo que su boca no abandonara el pezón. Corrientes de fuego corrían en su barriga y pelvis. La humedad salía a chorros de su coño. ¿Cómo podía estar tan cerca de correrse si solo le estaba chupando los pezones?
—Odio interrumpir, pero el desayuno se está enfriando —dijo Emmet perezosamente, desde la puerta.
Las mejillas de Bella se tiñeron instantáneamente de rojo y se alejó de Edward. Se puso el suéter, intentando restablecer una apariencia de modestia.
Pero Edward no la dejó tan fácilmente; la abrazó y le dio un beso profundo.
—No le prestes atención. Está celoso porque él también quiere estar contigo.
—Verdad —admitió Emmet, escogiéndose de hombros—. Pronto. Serás nuestra.
— ¿Quieres desayunar? —preguntó Edward, acercándola a la puerta.
—Ve tú primero —le pidió, nerviosa. La idea de pasar por al lado de Emmet era suficiente para derretir su rodillas. Prefería la protección del cuerpo de Edward, como una barrera entre Emmet y ella.
Los ojos de Edward brillaban por la insatisfecha necesidad, cuando la tomó de la mano. La atrajo junto a él, mientras pasaban de Emmet. Estaba casi fuera del cuarto, cuando Emmet la agarró del brazo.
Para su desaliento, Edward liberó su mano y caminó despreocupado hacia la cocina. Ella se vio apretada contra el pecho fuerte y duro como una piedra de Emmet, que la miraba fijamente con sus ojos verdes.
—No hay ninguna razón de tenerme miedo —dijo serio—. No hay razón de esconderte detrás de Edward o de Jasper, cada vez que hablo contigo. Me alegro de que te sientes segura con mis hermanos, pero ellos no tienen porque protegerte de mí.
Se mordió los labios, nerviosa.
—Es solo que eres tan...
—Tan... ¿qué? —insistió.
—Tan grande —se le escapó.
Arqueó la ceja.
— ¿Y Jasper y Edward no lo son?
Ella suspiró.
—No, sí, quiero decir sí, son grandes, pero no pienso que me harán daño.
Apretó los labios.
—Y piensas que yo lo haría.
—No intencionalmente —dijo poco convencida—. Jacob no es nada comparado contigo y aún así... —se paró bruscamente, no quería contarle lo que le hizo Jacob—. ¿Si él pudo hacer tanto, porqué tú no lo podrías?
— ¿Ése es el nombre del bastardo? —exigió Emmet.
Apretó los labios, negándose a decir cualquiera otra cosa.
Emmet suspiró y se pasó la mano por el pelo.
—Ven aquí, cariño —se sentó en la cama y la sentó en su regazo—. No sé lo qué te hizo ese bastardo de Jacob, y lo intento descubrir, pero es obvio que destruyó todo la confianza en ti misma. Puedo aceptar eso. Lo que no puedo aceptar es el miedo que veo en tus ojos, cada vez que te miro.
Su corazón latía dolorosamente. Emmet parecía honesto. Duro, pero honesto. Ella se sintió tonta por sentir miedo cada vez que él la miraba, pero sabía sin dudar, que jamás sería la misma después de conocer a este hombre. Quizá por esto lo temía tanto.
—He sido muy honesto contigo —continuó—. Te deseo. Más que a cualquiera otra mujer. Alguna vez. No estaré satisfecho hasta que estés en mi cama. En nuestra cama. Con nosotros. Embarazada de nuestro niño. Perteneciéndonos en corazón y alma para siempre. No puedo prescindir de eso. No te dejaré ir sin pelear, estate segura de eso, pero jamás te haré daño y haré lo que haga falta para que nadie te lo haga.
Sintió sus palabras en lo más hondo de su alma. ¿Cómo podía no hacerlo? Nadie jamás, le había hablado con más honestidad o tanta emoción.
—Danos una oportunidad, Bella. Es todo lo qué te pido.
Sin escuchar la voz que le decía que corriera, asintió.
Una sonrisa lenta, triunfante, se extendió por todo su rostro.
—Ahora vamos a tomar aquel desayuno.

2 comentarios:

  1. Mujer, debiste haber hecho con demasiada dedicación porque cada letra me calienta mas

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  2. :o omg por fin aceptó Bella ahora si ojalá deje sus miedos atrás

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